Suelo
pasear por la calles de la ciudad, el parque e incluso cerca del lago, pero ese
día algo me llamo a adentrarme en el bosque, si, a ese frondoso bosque de pinos
y cipreses imponentes y muy extenso del cual se comentaban cosas raras, ese
bosque maldito para algunos, embrujado para otros, ese bosque que parecía
llamarme con el mecer de las ramas de los árboles y el silencio sepulcral que
emanaba, aquella tarde, aquel gran terreno de tejado ocre.
Tome un bocadillo antes de salir de casa,
con mi mochila de caminata seguí la vereda pedregosa que me llevaría a aquel
dichoso lugar, el cual tiempo atrás se había teñido de rojo sangre, sangre de
muerte. Tres en punto marcaba mi reloj de muñeca, con la esperanza de regresar
y con curiosidad me adentre en el bosque, pronto el silencio se vio erradicado
por el crujir de las hojas y ramas que pise al ir caminando entre aquellos
grandes árboles, que parecían custodiar el peor de los males.
Por un momento comencé a disfrutar la
caminata, el aire limpio y puro me hizo detener el paso, para ingerir gran
cantidad de ese embriagador oxigeno que solo un pulmón natural puede brindar,
todo lo olvide, la paz de aquel lugar hacia que solo pudiera escuchar mi
reparación, suave y pausada, escuchaba también mis latidos cardíacos los cuales
expresaban amor por ese instante, en el cual todos mis problemas parecían no
existir, todo esto se extinguió pronto, cuando las ricitas aparecieron, las
ricitas de la gente pequeña, de la que tanto se hablaba pero que no se tenía
evidencia de su existencia.
Un gran miedo invadió mi cuerpo y mi alma,
haciendo que regresara sobre mis propios pasos lo más rápido que podía, pero ya
era demasiado tarde, los pequeños corrían detrás de mí, podía escucharlos
gruñir y emitir ruidos extraños, corrían como gatos tras un ratón y para
rematar unos cuantos aparecieron por el frente, ya me tenían rodeado. Eran
pequeños humanoides con las orejas y narices desproporcionadas en comparación a
su cabeza, largos brazos y piernas terminados en garras los hacían lucir
aterradores, sumándole a esto grandes mandíbulas provistas de afilados dientes
que helaban la sangre con solo verlos.
Me rodearon varios, cerca de 30 pequeños
seres, se acercaron a mí con miradas de sadismo, reían y chichaban como el gato
que no para de jugar con un ratón recién capturado, estaban por atacarme,
cuando tome mi pistola y me pegue un tiro.
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